Décima entrega: El necio
Cultivado lector,
no me costaría trabajo admitir que mi cerebro me incita a contarte todas estas ociosidades tomando como ejemplo inverso (por viejo y por parao, aunque no por volumen) a aquel gran inadaptado llamado Ignatius J. Reilly, quien cogía sus cuadernos Sioux y rellenaba a lápiz el Diario de un chico trabajador.
Pero esto que lees no es un artificio narrativo. Es algo menos pretencioso y honorable. Es literalmente un pasatiempo, un modo de acompañar el paso de las horas. Es simultáneamente un ajuste de cuentas.
Tuve hace cientos de años un responsable que nos decía (a los asalariados) que dejáramos que nuestro trabajo hablara por nosotros. En aquel momento me lo tragué. Hoy sé que era una gran gilipollez. En la era en que nos ha tocado vivir todo es materia de comercio, quiero decir, de compraventa. No importa lo que vendas, sino cómo lo vendas, o, mejor dicho, de lo bien que seas capaz de colocar la mercancía. En este caso, tu trabajo vale si sabes venderlo, para lo cual es necesario hablar de él, colocarlo. Entonces, como digo, yo me lo creí y quizás fruto de esos silencios vienen ahora estas peroratas a destiempo, carentes de sentido.
¿Cómo pude creérmelo? Me estaba diciendo que dejara que hablara por mí un trabajo que principalmente involucraba manipular mierda de perro. ¿Qué podía decir de mí una mierda por mucho cariño y esmero con que la tratara? Me empleaba concienzudamente en mi cometido, pero, más allá del orgullo por dominar una técnica, ¿de verdad esperaba aquel jefe que el producto de mi empeño (un excremento reacondicionado y listo para ser reubicado) le declarara al mundo la valía de mi trabajo? Si, como consecuencia de mi ímproba labor, alguno de los muchos ciudadanos que pisaba una mierda hubiera oído hablar de nuestra organización o de mi humilde cometido, ¿alguien piensa que agradecería mi labor?
Era un jefe íntegro, austero. Su amor por el trabajo bien hecho estaba de más aplicado a una materia tan poco agradecida. Su entusiasmo chirriaba en esas madrugadas de hastío y monotonía.
Menudo diario, querido lector, le hubiera quedado a aquella víctima de una conjura de necios si en vez de a la industria textil se hubiera dedicado a la excramental.