El blog del Puto Parao

Decimocuarta entrega: Mierdas de perro bis

Imaginado lector,

creo que ya es hora de hablar de los cimientos de toda esa industria de mierda: la enorme corporación estatal que recoge y recoloca excrementos caninos en todo el estado -sí, la misma que me despidió miserablemente tras más de ochocientos (800) años- no sería absolutamente nada, no podría existir, si entre la ciudadanía existiera eso que llaman civismo. Sin volver a aburrirte con estadísticas de mierdas, digamos, naturales y mierdas, digamos, reacondicionadas, es más que evidente que las segundas no existirían sin las primeras.

Vamos a ser claros: hay que ser muy marrano para dejar la mierda de tu perro allá donde caiga en un espacio que nos pertenece a todos. Las personas mayores que han tenido perro toda su vida (no el mismo, claro está), mucho antes de que hubiera ordenanzas musnisipales, punitivas, ordenativas e instructivas, pudieran tener algo que se parezca a una ligerísima disculpa. Yo escuchaba a alguno decir, hace cientos de años, cuando empezaron las modas:

- Mira, yo quiero mucho a mi perro, pero no voy a recoger su mierda.

El cuñao de guardia, viendo a unos perros olisquear lo que hubieran dejado los que habían salido antes, podía decir, no sin cierto acierto en la analogía:

- Está leyendo el periódico.

Ya entonces, sin embargo, estaba mal visto dejar las aceras llenas de excrementos. Tanto dueños de canes como enemigos acérrimos consideraban intolerable y nocivo para el bienestar del cuello tener que ir sorteando mierda tras mierda.

Y no es culpa, claro está, del cánido domesticado que convive con los humanos. Son los dueños los responsables de sus acciones mientras se encuentran en la vía pública. Lo sé: no estoy inventando la pólvora. Lo dicen los cartelitos que colocan las asociaciones vecinales. El sitio a donde quiero ir a parar es a la desidia ciudadana. Tú no le puedes pedir a un vagabundo que caga entre dos coches, no tiene papel para limpiarse el culo, y tiene que tener los calzoncillos como el suelo de un gallinero instalado en una pocilga que sea cívico y tenga la consideración por los demás que los demás no tienen por él. Jamás se me ocurriría, si veo a uno de estos humillados de la tierra hurgar en la basura, diseminando todo lo que no les es de utilidad, reprocharles su falta de urbanidad. Bastante tienen con contener su odio y no liarse a cuchilladas con todo el bienestar que les rodea.

Pero de un bien cebado ciudadano con ingresos regulares y perro arreglado una vez al mes en la mejor peluquería canina sí se puede esperar un comportamiento más ejemplar. Se confirma, como siempre, que los billetes y la educación no van parejos, que los garrulos y los cuñaos que entienden que las normas no van con ellos exhiben su impúdica chabacanería sin complejos, que los tontos son incorregibles.

Podría decirse con todas las letras, paciente lector, que el capital prospera por la mala educación de sus siervos.

Volver al índice

Ir a la decimoquinta entrega