Decimoquinta entrega: Strangers in The Night
Borroso lector,
hubo un famoso escritor yanki cuyo primer libro (Los doce mensajeros) nunca llegó a ver la luz, aunque no quedó del todo a oscuras puesto que lo que iba a ser una dreiseriana descripción de las vidas miserables de doce repartidores de telegramas apareció de un modo u otro en los libros que sí se publicaron, especialmente en uno de título cornúpeta.
En lo que fue mi trabajo hasta hace dos (2) días jamás hubiera encontrado (él, el escritor yanki) inspiración para una historia así. Trabajar en el fascinante mundo de la redistribución de mierdas de perro, y más aún si tu labor consiste en estar tirao en la puta calle recogiendo o reponiendo (según corresponda) excrementos, no te coloca en la parte más alta de la escalera laboral, pero, por sacrificado que sea el trabajo y escasa la remuneración y la consideración social, precisa de personas responsables y puntuales. Justo lo contrario de las vidas bohemias y antisistema de los parias que acababan trabajando para la Gran Empresa del Desespero.
Hace siglos, la corporación cosmodemónica (por apropiarme de otra expresión del no mencionado autor) que me despidió tan injustamente funcionaba de un modo menos centralizado y exigía menos requisitos a los colaboradores de calle. Hoy en día, el personal externo varía poco porque está la cosa chunga, pero por entonces había un constante baile de caras y sí pudimos ver a personajes variopintos que duraban poco por lo ya mencionado: hay que estar muy desesperado para llevar una vida tan diferente a la del resto de la gente, pero a la vez hay que ser cumplidor y obediente.
Tuvimos uno, al que llamábamos “el enchufao”, que era joven y fiestero. Era raro el día que llegaba menos de una hora tarde y se le hacía de día reubicando mierdas que nadie iba a pisar. A pesar de su recomendada condición, fue liberado de su despertador y lo único que supimos de él fue que, al parecer, había aprobado los exámenes para madero.
Recuerdo a otro por su nula capacidad para entender lo que significa “urgente”. Jamás recuperó una mierda. Además de llegar tarde (el más recurrente e imperdonable de los vicios de un trabajador nocturno) y de salir siempre el último, empleaba su vehículo para múltiples funciones, entre las cuales colocar las mierdas antes de que salga el sol no era, digamos, prioritaria. A su ritmo, el hombre iba soltando injertos por las zonas de cultivo, desplegando esclavas para la limpieza de urbanizaciones o distribuyendo impresos publicitarios cuyo olor final no creo que satisficiera a los anunciantes. Oí que hoy en día tiene una franquicia especializada en que los humanos coman plástico precocinado.
En fin, conocí gente con escasa aptitud para el trabajo, pero nada que ver con individuos de muy diversas culturas y orígenes agarrados como última oportunidad a un trabajo de mierda. Aunque, pensándolo bien, algo no me cuadra de esto que acabo de escribir.
Ya te contaré más, lector, si tienes paciencia.