Novena entrega: Can’t you smell that smell
Selecto lector,
hace quinientos (500) o seiscientos años (600) la vida de un colaborador recolector/reponedor de excrementos caninos era muy parecida a la de ahora. Los vehículos son cada vez más modernos, claro está; y los procesos informáticos que deciden la redistribución cada vez más precisos y fiables. Pero las técnicas y procedimientos que se utilizan en la calle perduran: se pongan como se pongan los numerosos expertos en optimización e implementación de los sistemas logísticos de los que dispone la corporación, la mierda hay que recogerla en la calle, hay que trabajarla en el almacén y volver a colocarla en la calle.
Es cierto que ahora el almacén camufla los olores, pero para alguien como yo, que ha empleado ochocientos (800) años de su vida en este negocio de mierda, el olor es tan habitual que incluso ahora, privado injustamente de él, lo extraño como nunca hubiera imaginado cuando lo maldecía con todas mis ganas. Así de inconsciente puede uno llegar a ser.
Sólo han pasado dos (2) días y ahora soy incapaz de echarme a las calles de madrugada y recoger alguna mierda por gusto, por recordar esos tiempos cargados de olor. No podría soportar toparme con algún profesional y que me acusaran (ellos, mis antiguos colaboradores) de saboteador, de intruso, de gamberro o yo qué sé. Me despierto en mi lecho y algo me falta que interrumpe el sueño. Mas no por eso me levanto, sino que, insensible a las llamadas de la no lejana rutina, me doy la vuelta impasible y continúo durmiendo con toda la desfachatez disponible.
Peor aún: hago kilómetros de más con tal de no pasar cerca de las instalaciones donde, creo que ya se ha dicho, he trabajado más de ochocientos (800) años. Sería un dolor insoportable.
Durante ese tiempo he visto incontables caras, tanto asalariadas como autónomas. Una vez su relación laboral concluyó, ninguna de esas caras se dejó ver por el almacén de nuevo. Sé de negocios donde el antiguo trabajador se acerca y sus excompañeros le obsequian con una barra de pan, un trozo de tubo, una bombilla, un teclado que no se puede poner a la venta pero se puede utilizar, cualquier cosa que fuera propia del sector en que se ocupara. Pero nadie, inexplicablemente, pide una porción de mierda, un rastrillo usado en esos menesteres, una caja para deposiciones…
¿Seré yo, lector accidental, el único que echa de menos los viejos tiempos, que siente añoranza por las grandes tradiciones de mierda?