Primera entrega: Nada de esto fue un error, ououó
Improbable lector,
todo esto empieza (o termina) un buen día en que llegó un señor principal con mi carta de despido.
Tras más de ochocientos (800) años temiendo que llegara ese día y preparando mi cerebro para afrontarlo, el día llegó y me pilló desprevenido. No tuve tiempo de cabrearme, de llorar, de grabar la conversación… Nada. Ni siquiera puedo decir con orgullo que no hablé mal de nadie, porque no se me ocurrió hablar mal de nadie, a pesar de lo mucho que otros hablaron mal de mí. O que me fui con la cabeza alta, porque siempre he sido más bien chepudo.
Conduciendo de vuelta a casa, se me vinieron a la cabeza las dos veces que acudí a trabajar teniendo el Bicho. La primera vez que lo pillé estaba realmente chungo y no podía con mi pellejo. Pero allí estaba yo, abriendo el almacén la madrugada de un domingo 26 de diciembre, para no molestar a ningún compañero nadie. Es una tontería, después de ochocientos (800) años, fijarme precisamente en esos momentos.
Hay que explicar que la empresa para la que trabajé hasta hace dos (2) días está considerada por el Ministerio de Asuntos Imprescindibles como un servicio indispensable para el ciudadano y, por tanto, tenía permiso para moverme de casa al trabajo, y viceversa, durante la pandemia.
La empresa para la que trabajé hasta hace dos (2) días se dedica a la recogida y redistribución de excrementos, principalmente caninos (aunque intenta diversificar el ámbito de actuación). Hay que retirar la mierda de madrugada, trasladarla a las instalaciones, manipularla y, una vez reacondicionada, depositarla en la nueva ubicación designada. Un complejo software de análisis y localización facilita la tarea en términos logísticos y burocráticos (útiles para los servicios centrales de coordinación mierdicular), pero es al equipo humano de almacenistas y distribuidores al que realmente hay que agradecer el perfecto desempeño, que ha sido respaldado por un Certificado de Calidad Roedor.
Si alguien tiene curiosidad por saber por qué esta ingrata labor no puede dejar de ser realizada por muy adversas que sean las condiciones, siento decir que yo no conozco la razón. En los más de ochocientos (800) años que he trabajado para esta empresa, que opera a nivel estatal, ni un solo día he dejado de preguntarme de dónde cojones salía el dinero que se me ingresaba puntualmente a mes cumplido. Por eso me resultó aún más sorprendente leer en mi carta de despido que el mismo se debía a razones objetivas a causa de la reducción de los beneficios. Y sí, es cierto que en los últimos doscientos (200) años, aproximadamente, cada vez había menos colaboradores autónomos recogiendo y reponiendo, que las muestras cada vez tenían menor tamaño y calidad y que la empresa había reducido en buena medida las zonas de operación (como se reflejaba prolijamente en la mencionada carta de despido), pero no lo es menos que mi puesto de trabajo seguía siendo necesario en varias de las fases operativas. No puedo entender que una estructura estatal que mantiene una burocracia tan nutrida y tupida (el concepto de capilaridad es clave en su funcionamiento, aunque siempre he sospechado que nadie ha buscado la palabra en un diccionario para no emplearla en contextos que pudieran mover a la risa) decida ahorrar costes precisamente suprimiendo peones.
El caso, inadvertido lector, es que desde ese día soy un puto parao, a una muy puta edad.