Segunda entrega: Un día cualquiera
Inconcebible lector,
he aquí que hoy, parao tras más de ochocientos (800) años desarrollando mi labor para la empresa de la que ya te he hablado, puedo observar una gloriosa herida de guerra que adorna el recubrimiento de mi desempleada tibia derecha. Y la tal herida no se ocasionó en ese periodo de tiempo comprendido entre el momento en que fichas la entrada y el momento en que fichas la salida. No. Y tengo serias dudas de que la Mutua me lo hubiera reconocido, en caso de haberlo comunicado, como un accidente de trabajo, a pesar de haber ocurrido un cuarto de hora antes del inicio de la jornada.
Iba yo, de madrugada, en busca de mi vehículo, por fortuna ese día aparcado a pocas manzanas de mi humilde morada. El ilustrísimo ayuntamiento que tengo la suerte de patrocinar en la medida de mis posibilidades había decidido -según parece- ahorrar en luces innecesarias en esas que llaman los ingleses las horas pequeñas y las calles gozaban del privilegio de la privacidad y el anonimato, tan esquivos en estos tiempos.
Conviene apuntar aquí que la empresa para la que trabajé hasta hace dos (2) días se dedica a retirar, según se ha señalado ya, las mierdas de perro que a esa hora no cumplen ninguna función en las aceras. Unido al hecho de que el ya mencionado organismo ilustrísimo escatima en alumbrado, pero no en la limpieza de los barrios, es relativamente seguro moverse a oscuras por las impolutas vías peatonales.
En el caso de mi barrio, también he de ponderar que casi cada una de sus esquinas cuenta con un juego de semáforos modernísimos. Muchos vecinos, en el atrevimiento de la ignorancia, criticaron ácidamente el gasto y la utilidad de tales elementos urbanos, como si los fabricantes de semáforos vivieran del aire. Es precisamente de noche, con las calles a oscuras, cuando la chillona luz de esos semáforos actúa a modo de faro para el desafortunado transeúnte que se ve obligado a desplazarse a horas intempestivas por las acogedoras calles.
Pero estoy perdiendo el hilo: decía que iba yo, pensando en luces, excrementos y otros complementos de mi existencia, avanzando en mitad de la noche cuando, al pasar entre dos coches estacionados, mi pierna descubrió algo que mis ojos no habían atisbado: la bola de remolque que algún amante de las caravanas había instalado en su vehículo me estaba esperando esa noche para recordarme que no hay accidente pequeño, que no se puede decir sin faltar a la verdad que la lengua castellana carece de una gran variedad de expresiones iracundas y difamatorias, y que donde menos se espera se oculta nuestra fortuna.
Así es como hoy, un puto parao, puedo contemplar el hermoso hematoma y reflexionar, como un filósofo economista, sobre los hechos contingentes.
Otro día te hablaré, despistado lector, de lo poco comprensivos que se muestran los amables pikoletos con las prisas de los trabajadores in itinere, es decir, de los que, por el desgraciado accidente de no ser ricos, se están desplazando a o desde el curro, y del gran ahorro para el bolsillo de alguno de ellos que hubiera supuesto haberse quedado ese día en la cama.