Trigésima primera entrega: El imperio contraataca
Inesperado lector,
recuerdo como uno de los días más tristes de mi vida aquel en que, durante una comida familiar, mi propia vieja confesó que le echaba cebolla a la tortilla de patatas. La artimaña de desmenuzarla no era tanto porque se le quedaba “jugosica”, sino para colármela a mí, acérrimo enemigo de esa cochina costumbre, arraigada entre anosmáticos o entre aquellos que, sin serlo, carecen del más mínimo sentido del decoro olfativo. ¿En quién se puede confiar después de semejante traición? Considero una gran fortuna que un hallazgo tan doloroso se hubiera producido cuando ya era más que maduro y no a una edad en que la inocencia destrozada me hubiera hecho enemigo del género humano.
Por otro lado, también me habría preparado mejor para los golpes que me ha ido dando la vida. Ya conoces el trauma tan inesperado que supuso para mí quedarme sin trabajo después de siglos (8) entregándome en cuerpo y alma a una empresa que no ha tenido ningún reparo en dejarme tirado cuando la jubilación estaba más a la vista que el paro. El poco tiempo transcurrido desde que dejé de ser un elemento útil de la sociedad me está dejando mentalmente vacío y físicamente inhabilitado.
Todos los mensajes que le llegan a uno desde los omnipresentes altavoces del capital tienden a hacerte pensar que si no eres dueño de tu destino, que si no controlas tus movimientos, que si no prosperas, es porque no te has esforzado lo suficiente. Que si el patrón ha dejado de considerarte útil, si permites que la gente honrada te mantenga, es porque eres un despojo, un desecho, puta basura llorona.
Desde mi humilde posición, he visto el modo en que se puede manipular la vida de la gente con actos tan sencillos como colocar en su camino una mierda reacondicionada, podríamos decir que impostada, de un modo calculado, metódico, implacable. El ingenuo ciudadano que se caga en to lo que se menea no puede sospechar que el azar no se ha reído de él, que el acontecimiento es cualquier cosa menos fortuito: toda una corporación excramental ha puesto muchos medios técnicos y humanos para que ocurra así.
Al fin y al cabo, incrédulo lector, las mierdas de perro recogidas, tratadas y reinsertadas en un entorno más favorable, han triunfado a su inerte, ciega, modesta y secreta manera. Otras mierdas menos afortunadas, naturales o procesadas, languidecen olvidadas sin molestar a nadie, sin llegar a ser nunca la cebolla camuflada en una tortilla que masticará un confiado pobre hombre que se había esforzado inútilmente por prevenir esa contingencia.
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