El blog del Puto Parao

Trigésima segunda entrega: God Save the Queen

Inconcebible lector,

es frecuente que un tipo concreto de políticos se dedique a ponerle medallas a estatuillas de madera policromada y lujosamente ornamentada, a pedirle milagros a sus amigos imaginarios y a participar en actos privados de una tribu de brujos autóctonos que todos los años tiene sus momentos de gloria, señalados en nuestro muy laico calendario.

Hace unos cientos de años, una ministra encargada del paro, curiosamente llamada Pánfila, delegó su pesado encargo en una muñequita esmeradamente disfrazada. En mi corto entendimiento, es demasiada carga para una figurita que bastante tiene con llevar tantos adornos. Me reí entonces y todavía me río de la cara de tonta con la que proclamó a los cuatro vientos su incompetencia, su estupidez y su poco respeto por las leyes vigentes.

Pero, pienso a veces, ¿y si tuvieran razón y yo estuviera equivocado? ¿Podría eso explicar por qué no encuentro faena en la que ganarme unos duros con mi trabajo? Rápidamente recuerdo la de curas y monjas que han caído en las trampas colocadas por la empresa para la que trabajaba. ¿De qué les valían tantos rezos y santurronería si luego pisaban las mierdas como todo el mundo?

No, no es mucho tiempo el que dedico a esos pensamientos. Yo soy ateo desde muy tierna edad, aunque es una palabra que no me encaja. Etimológicamente, como debería saber todo el mundo, “ateo” significa “sin dios”. Por tanto, decir que eres ateo es meter a dios en tu definición. Si esto sigue siendo así en una era tan avanzada como ésta es por inercia. Los que no somos terraplanistas, curanderos, videntes, tarotistas, astrólogos, ufólogos o cualquier otro tipo de adoración al disparate, simplemente deberíamos ser personas normales, sin ningún tipo de definición. Mientras que ellos deberían ser “teístas” y dedicarse a sus chorradas sin molestar al prójimo.

Te voy a confesar, lector distante, que soy algo más que una mente dispensada de supersticiones infantiles. Además, pertenezco a una especie de apestados que odiamos las religiones y a sus administradores. Las primeras son inofensivas, por estúpidas, pero los segundos son peligrosos y poderosos. Ante todo, soy radicalmente anticlerical. ¿Se puede vivir de eso? Pues no. De la clericatura sí, no acierto a entender por qué.

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