El blog del Puto Parao

Trigésima tercera entrega: Soy minero

Lector único,

tengo abandonada esta chimenea para mis malos humos. Y más que la iré abandonando, porque tiene los días contados.

El desánimo, es patético decirlo, está haciendo mella en mí. No concibo que tenga que llevar una letra escarlata después de siglos (8) empeñados en el fascinante mundo de la reubicación de mierdas de perro. Mi hoja de servicios no se rellenó en ningún campo de batalla (a no ser que metafóricamente así se entienda la lucha por embellecer los excrementos abandonados y conseguir el objetivo de encontrarles un sentido existencial). Tampoco en una luminosa oficina o en el forjado del hierro que dará lustre a una rotonda. Pero ahí está -mi hoja de servicios-, después de cientos de años (800) en la liturgia excramental, limpia y mierdosa, en el buen sentido de la palabra con el que se aplica en ese ámbito.

Nunca lo pensé mientras me esforzaba en las rutinas del día a día, fuera lunes o domingo, fuera con el zurullito de un pequinés o con el enorme cagarro de un mastín, pero ahora no dejo de darle vueltas al asunto del emprendimiento. No considero emprendedores a los currantes que sacan adelante, por ejemplo, su pequeño negocio de subsistencia. Con todos los deberes de un trabajador, pero sin ninguno de los derechos. Es una lástima que no sepan de qué lado deberían, en mi opinión, estar.

Cuando hablo de emprendedores aquí, me refiero a los que nunca llevarán una letra escarlata. Son los que sacan pecho por sus cuantiosas ganancias a base de hacer la llamada oportuna. Sus pelotazos, las más de las veces a costa del erario público, son fuente de admiración entre las altas esferas, motivo de risotadas en los campos de golf, de codazos cómplices y sudorosos en la sauna, de jocosa algarabía en las excursiones náuticas.

En algunos casos, tanto es su afán por levantar su economía que no se conforman con las liberales ganancias obtenidas con un exclusivo chanchullo, sino que se inventan facturas chorras para, encima, evadir los impuestos a la hacienda pública de la que salieron los tales lucros suntuosos. Nunca dejo de preguntarme por qué hablan con tanto desprecio de las paguicas, si al fin y al cabo tienen el mismo origen que sus merecidísimas comisiones.

Se oye por ahí de un caso, informado lector, en el que, como Al Capone, no se llenará una lujosa celda con los huesos de una asesina de ancianos, sino con los de su cónyuge, por defraudador. Pues bien, ni en la cárcel llevará una letra escarlata. Aún más seguro: los dineros de sus pelotazos no contribuirán a las paguicas.

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