Vigésima entrega: So payaso
Occidental (o casi) lector,
no puedo dejar de pensar que he alcanzado una edad en la que hace no muchos siglos ya debería estar estadísticamente muerto. No sé si eso es o no deprimente, pero no parece muy alentador darme cuenta de que he alcanzado esa edad habiendo estado siempre en el lado tonto de la historia.
No estoy pensando realmente en mi experiencia laboral en sí. No me avergüenzo de haber pasado más de ochocientos (800) años enfangado en la liturgia excramental. He disfrutado mucho manipulando mierda, siendo un sacerdote de las deposiciones, un ejecutor en el fascinante mundo de la recogida, reacondicionamiento y reubicación de zurullos caninos.
Pienso, más bien, en mi relación con el entorno, las muchas veces que he hecho lo que no debía, o no he hecho lo que debía, por error, omisión, cobardía o estupidez. Hay una famosa canción francesa que dice bien alto y claro que la intérprete no se arrepiente de nada. ¿De verdad es eso posible? Yo llamo pinchazos a pequeños hechos que mi torturado cerebro me recuerda de cuando en cuando. Momentos nada brillantes, nada elegantes, nada educados, en los que he sido protagonista de anécdotas que preferiría olvidar. ¿Cómo no me voy a arrepentir, especialmente si han perjudicado también a otras personas? Algunas son directamente delictivas, aunque no me trajeran consecuencias. Algunas son cosas de adolescente, pero es que no he evolucionado mucho desde entonces. En muchas está implicado el abuso del alcohol, y son éstas, quizás, las más fáciles de camuflar y auto exculpar.
Sería demasiado impúdico contarte los más dolorosos, pero para que te hagas una idea de lo que son mis pinchazos, te doy alguno en el que el dolor sólo afectó al orgullo propio.
Adquirí siendo muy joven un ciclomotor de esos que precisaban mezclar aceite con la gasolina. No era nuevo y me lo dieron sequito, por lo que tuve que ir a repostar donde me habían recomendado. Al llegar, observé una hilera de motos, y los dueños cerca del surtidor, con garrafas. Como no sabía dónde colocarme, con toda mi cara de tonto, le pregunté al que me pilló más cerca: “¿Es ésta la cola?”. “No, es la Fanta”, me respondió antes de alejarse de mi boca abierta.
En otra ocasión, siendo aún más joven, cometí la estupidez de salir a tomar algo con dos parejitas, por empeño amistoso de una de ellas. Esto es una idea especialmente desaconsejable cuando a la otra pareja les caes como el puto culo. Por hablar de algo, se me ocurrió decir: “Pues a mí, cuando tengo resaca, me sienta fatal el zumo de tomate”. “¿Entonces por qué bebes zumo de tomate?”, fue la merecidísima respuesta que obtuvo mi intento de ponerle objeciones al llamado Bloody Mary como antídoto para la resaca.
Creo que con esto basta para captar la idea. Pues bien, esos mis pinchazos también se dieron en el terreno laboral, pero esos escuecen más, sufrido lector, y no sé si será oportuno traerlos aquí.
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