Vigesimocuarta entrega: Working class hero
Inalcanzable lector,
si hay algo que no se puede perdonar es la cobardía ante el enemigo. Y yo tengo que confesar que donde otros se hubieran estampado contra la muralla más alta, a costa de lo que fuere, yo no fui capaz de enfrentarme a los malos.
Me he dejado humillar, insultar o intimidar por matones sin dos neuronas funcionales operativas. En un mundo de por sí poco dado a la grandeza -como es el fascinante mundo de la recolección, reacondicionamiento y reubicación de excrementos caninos- dejar que te chille un armario descerebrado delante de todos los empleados y colaboradores de calle deja una mácula perenne de la que se habla y se hace escarnio durante miles de años.
Por curioso que parezca, me despidieron mientras sufría este tipo de acoso laboral. No quise dar parte a la corporación y tampoco acudí a las fuerzas gubernamentales con permiso para usar la fuerza indiscriminadamente. Me la comí por no hacer ruido, y ahora a mi cobardía tengo que sumar las risas del agresor, que se permitía, encima (o cimató, como diría el sujeto en cuestión), escribir a mis superiores quejándose de mi conducta. Nunca sabré (¿qué más da si es una entre tantas?) si sus continuas denuncias tuvieron algo que ver con mi despido.
Los últimos meses antes de que apareciera un menda importante (para los estándares de ese mundo de mierda) con mi finiquito fueron realmente inolvidables: noches enteras sin dormir, planes vengativos desquiciados, absurdos sueños de confianza en la razón y en la bondad humana, odio furibundo a la estupidez gorilácea y, por resumir y no parecerme a cierto cantautor/enumerador, odio a mí mismo, la víctima del acoso.
El acosador ya ha aparecido en estas entregas bajo diferentes apariencias. Fui su jefe durante un tiempo y su bobalicona sonrisa de entonces cuando le ponía como ejemplo ante sus compañeros era digna del recluta patoso de cierta película americana. Después cambiaron las tornas y pasé a ser un colaborador de calle a sus órdenes. En esa época demostró con creces por qué un individuo así no está capacitado para dirigir el trabajo de nadie, pero a los amos les gustan los perros de presa y los orangutanes sin complejos.
En la última etapa de mis ochocientos (800) años de continuado trabajo, el gorila del que hablo tenía una especie de subcontrata excramental: alquila gente para colocar mierdas ya apalabradas con algún cliente de la empresa, fuera de los circuitos habituales de nuestros colaboradores. Y es la prueba palpable de que para explotar a tus semejantes no hace falta ser inteligente, pues basta con ser muy mala persona.
Lejano lector, créeme si te digo que, si he pasado por todo esto, este puto parao no es probable que se suicide, aunque lleguen los simios fascistas al gobierno, parientes del protagonista de esta entrega.
Ir a la vigesimoquinta entrega