Vigesimonovena entrega: El calor me mata
Insondable lector,
siempre tengo muy presente un episodio concreto de la mayor gamberrada picaresca de todos los tiempos. La madre de Lázaro estaba liada con un negro con el que tuvo un segundo hijo. El niño, cuyos referentes eran sus blancos madre y hermanastro, al ver a su padre se asustaba y le llamaba “coco”. “Qué hijoputa”, decía el padrastro del protagonista, quien reflexionaba: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!”.
Pues hete aquí que uno que lleva más siglos que yo en el negocio excramental era reconocido por todos no por su voz, que no es realmente agradable; no por sus buenas vistas, que no son especialmente destacables: era reconocido por un olor muy característico. En cualquier época del año, pero muy especialmente en verano, la parte inferior de los alerones -donde florece el vello sobaquero- emanaba un tufo que invitaba a mantenerlo lo más alejado posible y, sobre todo, a no seguir su estela por ningún lugar de las instalaciones.
Y hete aquí que hace unos cuatro o cinco siglos a mí me dolía un hombro de un modo realmente insoportable. Aún no lo sabía, pero era sólo un síntoma de algo peor: unas cervicales bien jodidas por los trabajos y los años soportados. Para calmar el dolor, me regaba la piel colindante con un espray que venden para ese fin y que tiene un olor bastante penetrante.
Y hete todavía más que en cierta ocasión no pude evitar ocupar un lugar junto al suyo en una de las cintas clasificadoras de excrementos. Parece increíble, pero, por encima de los olores que iban desfilando bajo nuestras napias, sobresalían los olores de sus irradiadoras axilas. Sin embargo, a él le resultaba aún más fuerte el que emanaba de mi dolorida articulación y así me lo hizo saber.
Imagino que habrá miles de estudios que yo no conozco que expliquen por qué algunas personas (léase, como yo) son inmediatamente abordadas para pedir explicaciones por lo que en ellas pueda haber de molesto para otras. Pero hay otras (como él), a las que nadie se dirige, bajo ningún concepto, para afearles, por ejemplo, su impudicia higiénica.
La cuestión es, lector paciente, que tuve que darle cuenta de las molestias que sufría y el remedio con el que intentaba paliarlas. A lo que él respondió con un amistoso empujón en el hombro a la que vez que observaba, jovialmente:
- Joder, qué peste echas.
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