El blog del Puto Parao

Vigesimoquinta entrega: El notario crupier

Silencioso lector,

ojeando entre estas entregas, sin ser necesaria mucha sagacidad, habrás comprobado que no soy lo que se dice un admirador de las fuerzas del orden. Por instinto de clase, por prejuicios, por experiencias propias y sobre todo ajenas, incluso por estética, desconfío de todo aquel que tiene poder sobre otros, y más si va armado. Pues bien, hay algo que aún me da más asco y, como ya te habrás figurado, te voy a explicar qué y por qué.

Cuando tenía trabajo y era un elemento si no respetado al menos respetable de la sociedad, resultaba aberrante tener que perder un día libre entero para acudir a un notario. Del mismo modo, si me había escapado del trabajo resultaba desesperante ver pasar los cuartos de hora y comprobar que el hecho de tener cita lo único que te garantiza es que el cabreo sería aún mayor. En este último caso (escapado que me había del curro), iba vestido con la ropa del trabajo (botas de seguridad, uniforme polvoriento, quizás sudor destilado desde la madrugada) y contrastaba chillonamente con las corbatas, con los vestidos engalanados, con los variados perfumes y el ambientador que emplearan en la oficina.

El ambiente despreocupado, el ambiente compadreril, el ambiente sinvergonzonero, la desidia estulta de los que entraban y salían de un cuarto o del otro, el impostado castellano mesetario con que respondían a las llamadas de teléfono, la seguridad con que se movían todas esas ratas de despacho, todo unido a mi desesperación porque veía que nunca era mi turno una hora después de mi cita me ponía de una mala ostia que no creo haber experimentado en ese grado fuera de ese contexto.

Pero todo llega y al final te dejan en presencia del gran personajo o la gran personaja, con mucho don o mucha doña, que tiene la desfachatez de leerte un documento como si tú fueras incapaz de haber aprendido esa habilidad. No sé cuándo lo paso peor: si esperando en ese ambiente de mamarrachos podridos de dinero o sentado ante un individuo seguro de sí mismo, sobrado, ufano, altanero, tonto del culo.

Acabado el acto solemne, llega el prosaico momento de pagar por la capacidad lectora del sujeto, acto que se ejecuta lejos de la capilla, aunque se pague religiosamente antes de tocar ni un papel.

Pensaba, lector silente, que hallándome en la desempleada situación en que me encuentro, la tortura de esperar en una notaría sería más llevadera. Pero no, aquí juega algo más que la desesperación por salir de allí: el profundo asco por todo lo que te rodea, la dejación de lo público para que se beneficien individuos privados bendecidos por el estado, la obligatoriedad de tragar con sus tasas y sus mierdas. Es curioso que sean el epítome de la burocracia cuando sus actos transcurren en un recinto privado.

Volver al índice

Ir a la vigesimosexta entrega