Vigesimoséptima entrega: Lemon tree
Anhelado lector,
parafraseando al famoso humorista -de los pocos que merecen ese nombre- que usaba un teléfono para comunicarse con nadie, cuando nací, me presentaron a mi madre diciendo: “señora, ha tenido usted un pesimista”.
Aunque a mí me jodiera el sambenito, algo de lo que no estoy seguro, no puedo luchar contra la ingente cantidad de individuos que me han catalogado de ese modo, sin haber en mi puta vida leído a Schopenhauer (y menos aún a Cioran). No queda, pues, sino reconocerlo como un hecho establecido.
Hubo una vez, hace siglos, en que un jefe me asignó una tarea fina. En aquellos tiempos buenos, de mucho trabajo y mucha mierda que procesar, la corporación tenía competencia. Ajeno a ese mundo, no te lo vas a creer, pero el pastel excramental estaba disputado y este jefe en cuestión luchaba (y nos puteaba) para eliminar a nuestros enemigos comerciales. Me asignó una especie de buhardilla, me dotó con un ordenador y una conexión a internet (tiempos modernos), y desde esa aislada situación (física con respecto a los compañeros, ya que no telefónica), trabajé por anexionar una parte de esa competencia y acoplarla a nuestras rutas de reubicación de excrementos.
Hete aquí, oh infortunio, que un día en que me quedé currando hasta tarde, olvidé cerrar las ventanas de mi habitáculo, eché las llaves de la entrada de las oficinas y me piré. Cuando volví al día siguiente, las corrientes habían hecho estragos en toda la planta de oficinas: por mi descuido, el viento había reventado los falsos techos y hecho añicos la instalación eléctrica. Estaba todo hecho una mierda (pero no de perro). Una buena manera de incorporarse de buena madrugada. Para colmo, mi trabajo no estaba dando muchos frutos -o muchos furullos, siendo el caso que era.
El jefe en cuestión, privilegios del cargo, sólo muy de tarde en tarde entraba a la misma hora que nosotros y prefería llegar cuando los colaboradores de calle ya habían partido. Yo le esperaba ansioso por comunicarle los desperfectos y reconocer mi gran culpa y mi escaso éxito. En cuanto lo vi aparecer, para allá que me fui con mis cuitas y pesares. Impertérrito, respondióme:
- Tú eres muy pesimista, ¿no?
Me dio la espalda y siguió chupando su Ducados como si yo fuera una mosca más de las muchas que bailaban cerca de nuestra materia prima.
No era la primera vez ni la última en que se han dirigido a mí en esos términos, pero sí una ocasión en la que yo estaba especialmente angustiado por la culpa y las consecuencias o inconsecuencias de mis actos.
No me negarás, inasible lector, que es envidiable esa capacidad de que todo te sude la polla. Daría cualquier cosa por ser así.
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